Hay obras en las que la quietud del espectador resulta imposible; en la de Lola Lince, el cuerpo que observa se ve obligado a participar de la tensión del cuerpo que baila. Ante El sentimiento del tiempo la mirada no puede mantenerse fija; oscila, se inclina, busca compensar el eje del movimiento en una suerte de coreografía paralela: la del cuerpo que contempla, movido por el peso y la torsión de otro cuerpo. El escenario real de este espectáculo es el contrapunto invisible entre ambos, y esa oscilación define la naturaleza del encuentro. La obra no propone una narración sino un campo de fuerzas; un espacio donde el gesto, la respiración y la materia devienen en pensamiento. Así, la danza deja de ser una representación del tiempo para convertirse en su manifestación física como una sustancia elástica, una materia que se dilata y se contrae con el ritmo del aliento. Aquí el cuerpo no transcurre en el tiempo, lo produce.
El sentimiento del tiempo nació del confinamiento. Durante los meses inmóviles de la pandemia, el cuerpo privado del desplazamiento comenzó a explorar los objetos domésticos como una extensión de sí mismo; la silla, la mesa, los utensilios mínimos, se convirtieron en un ejercicio de topografía y resistencia, de interlocución táctil. El movimiento emergió desde la fricción con esas superficies inertes, y la quietud se transformó en origen. El vestuario fue concebido como una forma de limitación; no se trataba de vestir el cuerpo, sino de oprimirlo, de recordarle la condición de su encierro. La tela se volvió una frontera, pero también una forma de conciencia; cada pliegue añadía peso, cada costura definía un contorno de tensión y, desde ahí, el movimiento adoptó una dimensión fenomenológica: la del cuerpo que no aspira a la libertad sino a su comprensión. El traje largo de tejido brocado actúa como limitador cinético. El peso del textil y la fricción con la piel restringen la amplitud de piernas y brazos. Esta restricción obliga a que cada movimiento emerja desde la micro articulación, intensificando la consciencia del límite. La elección de un vestuario cerrado, casi monástico, enfatiza la estética de encierro y el diálogo con la arquitectura corporal
La gramática coreográfica de Lola Lince puede definirse como una síntesis entre el butoh y la exploración somática contemporánea, atravesada por una concepción filosófica del cuerpo como materia pensante a partir de tres principios técnicos: la contención estructural que reduce el movimiento a su mínima expresión significativa, la articulación de cada frase cinética desde el flujo respiratorio, y la fricción con el entorno. El resultado es una danza de intensidad minimalista y precisión escultórica, donde el control energético y la economía expresiva derivan en la inmovilidad poética del límite y de la duración.
El primer movimiento, Duelo, introduce la densidad del tiempo no a través del sentimentalismo, sino a través de una pedagogía de la gravedad. El cuerpo desciende, explora la lentitud, se hunde en su propia materia, y la respiración se vuelve audible. El gesto remite a una arqueología corporal; cada articulación parece excavar en la memoria de la inmovilidad hasta cargar el espacio de una vibración densa, casi telúrica. La silla, la mesa, las flores, se transforman en epitafios de la movilidad perdida porque aquí el duelo no representa la pérdida, la materializa. La coreografía revela el tiempo como un cuerpo fatigado, como sustancia que se resiste a avanzar, y es entonces que el espectador percibe esa resistencia para responder con su propia tensión: la mirada se inclina, el cuerpo que observa busca reequilibrar el eje que el cuerpo que danza ha trastornado. La escena entera se convierte en una balanza inestable entre el peso y la mirada. El tiempo, como el cuerpo, se mantiene suspendido en esa frágil ecuación.
El trabajo corporal de Lince se sustenta en una técnica de economía extrema. Los movimientos surgen desde el centro pélvico y torácico más que desde la extremidad. Predomina la contracción sostenida sobre el impulso libre. La musculatura axial actúa como eje de torsión; los desplazamientos son mínimos pero cargados de peso cinestésico. El cuerpo se comporta como una estructura de resistencia, no busca la fluidez sino la tensión entre la estabilidad y el colapso. Las posiciones de torsión; espalda arqueada, omóplatos visibles, cabeza suspendida, revelan un dominio de la respiración diafragmática y de la técnica de suspensión tónica.
El espacio mismo se concibe como material de fricción. La artista no se desplaza sobre el escenario, lo atraviesa con el cuerpo como si fuera un instrumento de medición. La relación con los objetos se rige por una lógica arquitectónica, en la que cada elemento fija un eje de rotación o de apoyo, generando trayectorias diagonales y espirales. Para Lola Lince los objetos no son utilería, sino extensiones del esqueleto, prolongaciones verticales de la columna; en ellos apoya antebrazos, codos y tibias con precisión acrobática, pero sin teatralizar el esfuerzo. El equilibrio invertido (tronco paralelo al suelo, piernas suspendidas) mantiene una isometría controlada en la musculatura dorsal y glútea, sosteniendo el peso desde la respiración y no desde la fuerza. El resultado es una poética de la suspensión contenida en la que el cuerpo parece flotar sin perder el contacto con el suelo. Esa gravedad modulada constituye, desde hace más de treinta años, una de las marcas más reconocibles de su estilo.
Tras el descenso, el estallido. Ira introduce la voz, un grito que atraviesa el aire y lo reordena. La respiración contenida en el duelo se libera ahora en forma de vibración, transitando del peso a la levedad. Aquí la danza oscila entre el suelo y el aire, entre la fricción y la suspensión; cada paso parece debatirse entre hundirse o elevarse. La Ira no es violencia sino impulso vital, una afirmación del movimiento. La voz, proyectada con dominio absoluto del diafragma, introduce una dimensión casi teológica; en un sentido heideggeriano, el grito abre un mundo para fundar la verdad en el espacio del sonido. Las flores clavadas como dardos en el suelo condensan la paradoja del desgarro como forma de creación. El cuerpo deviene en territorio del aire. La energía es centrípeta, siempre retorna al eje sin derroche ni desplazamiento horizontal amplio. La coreografía se sostiene en micro movimientos de gran densidad expresiva, en la línea del butoh, pero con su propia musicalidad.
En la secuencia siguiente, Oración, se establece un viraje radical en el que la energía expansiva de la Ira se repliega en un movimiento interior. El gesto se transparenta y la danza se reduce a un pulso tenue en un espacio que deja de ser límite para convertirse en cómplice. Aquí se despliega una fenomenología del aliento en la que el cuerpo ya no ejecuta el movimiento, sino que lo respira, y en esa respiración el tiempo se suspende para que el espectador perciba la fragilidad del instante. Esta Oración no pide ni proclama, sino que constata la continuidad entre lo vivo y lo inerte. La flor, el mueble, el cuerpo. Todo vibra en una misma frecuencia. El gesto se convierte en aire articulado, en gramática de lo invisible.
El rostro permanece la mayor parte del tiempo en una neutralidad atenta: mirada interior, ojos semicerrados, boca entreabierta. La gestualidad facial no dramatiza, sino que inscribe el pensamiento. El gesto se origina desde el eje vertebral, pasa por el diafragma y se filtra al rostro como eco, no como intención. La expresividad radica en la respiración visible; inhalaciones prolongadas que expanden el torso, exhalaciones que lo vacían hasta revelar el esqueleto. Ese tránsito del aire se traduce en una coreografía interna en la que, en momentos de mayor tensión, la gestualidad adquiere un carácter ritual: brazos extendidos como alas, manos que sostienen un cuenco o una flor sobre la cabeza, en alusión directa a la verticalidad sagrada y la precariedad del rito.
En Salvación, una máscara aparece sobre la nuca, y el cuerpo se vuelve reversible, casi inhumano. El rostro ausente en el frente reaparece en el dorso, y el movimiento adquiere una cualidad inquietante: un organismo que danza de espaldas al tiempo. La máscara no oculta, revela la segunda faz del cuerpo, su otra temporalidad. En esta inversión, el régimen de visibilidad se trastoca para que el cuerpo se despoje de su antropocentrismo y asuma de lleno la ambigüedad. Esa inversión de la anatomía produce una imagen paradójica, un cuerpo que sonríe desde su espalda, una alegría que no es alivio sino lucidez. La danza concluye reconociendo su doble condición: materia que pesa y forma que flota. La salvación, entonces, consiste en habitar esa oscilación. Así la suspensión del tiempo, la metáfora de la vulnerabilidad, la ofrenda y el equilibrio. Desde la inversión de la identidad corporal, el cuerpo mira desde la espalda, y el cuerpo doble, reversible, se sitúa fuera del tiempo.
La obra responde a una lógica circular. Los movimientos no se suceden linealmente; orbitan. La coreografía regresa sobre sí misma, como si cada gesto llevara consigo un eco, la reiteración de la experiencia temporal. El tiempo no avanza, sino que se repliega, y ese “sentimiento del tiempo” refiere a una percepción física. El cuerpo es su medida y su metáfora. Lince no habita un escenario predeterminado, lo edifica con los objetos que dispone y habita. Cada elemento funciona como eje de orientación desde el cual el cuerpo genera el espacio a medida que lo recorre. Esta concepción convierte la escena en un dispositivo arquitectónico; el espacio tampoco antecede al movimiento, sino que lo sigue y lo traduce, haciendo de la coreografía un acto de edificación.
El dispositivo lumínico y escenográfico opera bajo un principio de foco escultórico; el entorno permanece en penumbra, como un vacío que acentúa la tridimensionalidad del cuerpo. La luz cálida y baja recorta los volúmenes, produciendo una sensación de pintura en movimiento desde una composición modular y circular. Cada secuencia retorna tangencialmente a la posición inicial, configurando una estructura de bucle corporal. No hay transición narrativa, la progresión se da en el tono, en la densidad respiratoria.
La economía escénica de Lince suele ser calificada de austera, pero su naturaleza es otra. No se trata de escasez sino de rigor. Cada elemento cumple una función precisa dentro de una sintaxis coreográfica que podría describirse como poética del silencio. En su obra, la contención se presenta como principio constructivo; el movimiento se define tanto por lo que muestra como por lo que retiene y, cada pausa, cada interrupción, actúa como signo de puntuación en un ejercicio de respiración que sustituye a la palabra. En esta gramática, el cuerpo es texto y la torsión su verbo; la danza no comunica un significado externo sino que pone en acto la posibilidad misma del sentido, en tanto su sintaxis está hecha de fragmentos, de elipsis, de repeticiones diferidas.
La relación entre escena y espectador constituye una segunda coreografía. El cuerpo observado y el cuerpo que observa, forman un sistema de compensaciones en el que cada movimiento provoca una reacción, cada desequilibrio genera una inclinación, para que la danza se complete en la atención que la sostiene. Aquí la mirada se traduce en un movimiento interior y el espectador se convierte en espejo cinético, en superficie que devuelve la energía del gesto. De ahí que la experiencia estética se redefina como interacción somática, en una mirada que se corporiza. En esa reciprocidad se revela el sentido último de la obra: el tiempo no pertenece solo al cuerpo que danza, sino también al que lo contempla. Ambos respiran en una misma duración suspendida.
El núcleo de la pieza es ontológico, en tanto interroga lo que un cuerpo puede hacer cuando el mundo se detiene para erigir una poética del límite. El tiempo aparece no como abstracción, sino como peso, vibración, latido; cada respiración constituye una medida, cada gesto una cronología encarnada. La danza se convierte así en un acto de conocimiento. En la poética de Lola Lince, el cuerpo y el tiempo se confunden hasta volverse sinónimos. Desde la contención, desde la precisión, desde la circularidad, construye una filosofía silenciosa del movimiento. Su contemporaneidad radica en la fidelidad a lo esencial: el gesto es siempre una forma de verdad y, ese eco, esa persistencia, constituye el verdadero sentimiento del tiempo.