DE LA POESÍA, SUS OMISIONES Y SUS RELÁMPAGOS

Por Gabriel Trujillo Muñoz

El preguntarnos qué es la poesía es un ejercicio muy antiguo y muy moderno, una modesta proposición que se lanza a los presentes como un juego de salón en el ámbito de la creación literaria. Pero esta pregunta es una especie de cruce de caminos donde los poetas, tarde o temprano, deben detenerse y tratar de contestarla. Algunos responden presentando textos eruditos sobre el arco y la lira. Otros guardan silencio y subiéndose a sus motos se lanzan a recorrer el camino sin mirar atrás. Hay quienes conversan sus repuestas en cafés callejeros, en tertulias de intelectuales, en garitos de mala muerte. Pero, en general, los poetas se encaran con el oficio que les da nombre -y prestigio y desprestigio- en sus propios poemas. En esas bombas Molotov del lenguaje que explotan a la menor provocación, que iluminan el mundo mientras lo hacen pedazos.

En la poesía hay riesgos y hay trampas y hay masacres. En ella la palabra sabe herir lo mismo que curar. Sabe que sabe más de lo que aparentemente está diciendo. Mecanismo de relojería que nos marca con su tiempo y circunstancia. Cada poeta es un glosador de su propia experiencia creando versos y soltándolos al mundo. Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal (Mexicali, 1974), desde sus primeros poemas supo cuál era su responsabilidad, cuál su mérito. Puede decirse que Carlos nació siendo un poeta defnitivo en su universo verbal, en su mirada sobre lo que le interesaba decir y comunicar, exponer y guardar silencio. En su 
obra poética, el lenguaje es sentencia y sensación. Lo que piensa y lo que experimenta simultáneamente. El fujo continuo que retorna a sus orígenes. La materia contagiándose de una entropía creativa y descarnada. La música con su insistente presencia. El collage de lo real con lo conceptual chocando y amalgamándose. Esto es visible a lo largo de su poemario más reciente, Omisiones (pinosalados, 2022), donde el poeta habla en forma casual del entorno en que vive, de las pulsaciones que lo definen, de las tribulaciones que marcan su viaje:

hay una fiesta en todos los silencios 
un rumbo que abre paso a otro destierro
 y un juicio perenne 
que enfrenta al viaje y la morada 
así la errancia se guarece en la espera del otoño 
y vamos discerniendo ofrendas y omisiones 
porque morder el polvo es un acto que confrma 
que todo génesis comienza entre los dientes

Por más que Carlos Adolfo haya nacido en la frontera, no es un territorio geográfico el que marca su creación sino un espacio proteico donde cabe lo nativo y lo ajeno por igual, una región espiritual donde se van acotando el día con día de una vida hecha de cuestionamientos, advertencias, enigmas, adivinanzas, proyectos, enmendaduras, omisiones, descalabros, placeres, posibilidades, apuestas, reconciliaciones, deseos, duelos y simpatías. Un arca de la memoria que da rumbo al presente que sus verso develan, que sus poemas ponen frente a nosotros, como frutos a comer, “el gajo abstracto de la estrofa”, porque estamos ante el momento justo del conocimiento, “cuando génesis y juicio son lo mismo”. Y por eso su poesía describe el paso del tiempo en su corporalidad devastadora, en su ciclo de pérdidas y ganancias, en sus rumores y naufragios:

nuestros miedos 
la médula y el pan 
la confiada condena de las puertas 
la leche y la pared 
algo gobierna sobre aquello que olvidamos 
es un espíritu que vuelve 
 desbordado 
a consumar su venganza en las costas del cuerpo

Desde que lo conozco, Gutiérrez Vidal ha sido un poeta libre. Uno que no se adhiere a una causa, un movimiento o una poética. Uno que no le interesa participar en una generación, en una entidad, en 
una época. La suya es la palabra que habla de sí para hablar por todos, para hablar de todo lo que le importa, de aquello que lo socava y, por ende, lo fortalece. La suya es una poesía que no asume lastres innecesarios ni utopías por venir. No hay una tierra dorada al final del arcoíris ni una bitácora de maravillas y milagros. Desde luego, cada cosa que ha vivido ha dejado su marca en los versos que constituyen su obra. Esto es relevante en Omisiones, donde Carlos Adolfo más que cantar se pronuncia como un diálogo, como una conversación, como una plegaria. Y, al mismo tiempo, es ostensible que su cosmos poético está dispuesto a compartir sus hallazgos como si la poesía fuera un experimento en marcha, un laboratorio de partituras y palomas callejeras, un “secreto que desborda lo aparente”, un encuentro erótico entre lo posible y lo anhelado. Y allí, en esa música a cielo abierto, el poema se hace conjuro y comunión, ceremonia sagrada

Y entonces queda la pregunta. ¿Qué es lo que Gutiérrez Vidal omite? ¿Qué es lo que deja fuera y a la vez es parte central de su discurso poético? ¿Acaso son sus afinidades, sus diferencias, sus definiciones? ¿O es su soledad, su pureza, sus entrañas? No hay una conclusión precisa porque la poesía que aquí habita no quiere revelar sus verdades sino reivindicar la ambigüedad del mundo, otorgar el veredicto de su prole en la congregación de lo contemporáneo, en el dolor de vivir la realidad en este preciso momento, en este país que es derrumbe y en su derrumbe a todos no lleva en su trifulca:

mi patria ignora lo previsto 
la fecha infame 
clavándose en la silla 
el añejo veneno 
la sorna y la torpeza 
 y en mi patria la muerte 
 es cada vez más muerte y menos sorna 
en mi país se habla de cuerpos 
como se habla del clima o de una fiesta
vivo en un país que ya no enciende sus antorchas 
pero venera bronces airados en su furia 
en el miedo que escuece por capricho 
vivo la ruina de un país que se jacta de sus ruinas

Y es entonces que descubrimos otra vertiente de este autor. Por más que el propio poeta no lo puntualice, queda en Omisiones un regusto fronterizo, un cordón umbilical que vincula al poeta de ahora con su tierra, con su familia, con su estirpe. No es un lazo de usos y costumbres sino de silencios y ausencias. Un desandar el camino. Un resistir al olvido en sus ruinas, en sus destrucciones. Porque verso tras verso, Carlos Adolfo sabe que su herencia es traspaso, estafeta, libros por hacer. La sílaba que anuncia un nuevo día. El verso que “asume como propia la respiración/de las bestias”, como “un nuevo alfabeto que se conjuga/entre la lágrima y el polvo”, entre la vida sin fronteras y la muerte que canta a nuestro lado:

no hay infamia alguna en pronunciar las omisiones 
porque lo que era rumor ora concilio luego duelo 
 es un coro fantástico que oficia primaveras
 llanto agreste destilado entre los libros 
porque toda omisión es correspondencia 
cualquier migaja es digna 
 paga dádiva o soborno 
y cada piedra es una apuesta que se ampara 
en el gozo de las fieras
y tal vez porque la tinta es sangre 
y es migaja y rumor y franca apuesta 
conjugamos en los labios la venganza de la fruta 
el turbio jade que vulnera 
armaduras y blasones

Y por eso no está de más terminar diciendo que Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal sigue siendo un poeta callado de palabra persistente, de verdades que se cantan sin escándalo, de imágenes que pueblan 
las lúcidas transformaciones de su existencia. Un autor que reconoce que “esta tierra es justa”, que comparte la mesa con sus más queridos fantasmas, que camina en círculos para obtener la gracia del extraviado. Que si hay definición posible en su condición humana, ésta es la del “amargo gambusino” en el desierto, la del nómada con su futuro a cuestas, la del poeta que ha crecido “confiado al terremoto”, aceptando que está “habituado a la errancia y al error”, a esa sacudida telúrica donde la poesía es camino y oasis, “ángulos e hilos”, “norte y víspera”. Un oficio que es misterio, duna, semilla. Algo que crece milagrosamente en tierra seca. Alguien que despierta en los confines de sí mismo pronunciando “a capela un credo propio”.

 

Reseña publicada en el suplemento Identidad de El Mexicano, el domingo 5 de marzo de 2023.