Endechas (2007)
A la palabra “endecha” se le conocen dos significados: canto de lamentación y estrofa de cuatro versos, generalmente, hexasílabos o heptasílabos asonantados. Estas dos definiciones no se excluyen. Existe en la tradición la llamada “endecha real” que, en la breve explicación de Tomás Navarro Tomás, es el nombre de un “cuarteto de tres heptasílabos y un endecasílabo final con asonancia en los pares, abcB…”. El hoy muy olvidado erudito español —salvo, acaso, por nuestro querido colega David Huerta, siempre atento a estas historias— pone como ejemplo esta estrofa de “Pintura de la noche”, de Francisco Trillo Figueroa: “Cantaré de la noche/ las sombras confundidas/ en pálidos horrores,/ silencio triste, lúgubre armonía.”
Al visitar las Endechas, de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal, salta a la vista que el título del libro responde al primero de los significados referidos. Es decir, a la conversión en poesía de un duelo por la muerte de un ser querido; en este caso, Manuel, hermano del autor. Resulta obvio que éste ha prescindido por completo de los aspectos formales que evoca la vieja palabra “endecha”.
Aunque la etimología del vocablo que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española, como derivada de la latina indicta, “la anunciada”, es incierta y muy discutible, puede ayudar a captar el sentido del libro de Gutiérrez Vidal. En efecto, cabría asumir que la verdad que anuncian y enuncian las endechas es la muerte.
En realidad, el nacimiento de cada ser humano es el anuncio y el primer paso hacia la consumación de la muerte. Ésta es una obviedad que aprendemos tardíamente y con dolor. Este libro de Gutiérrez Vidal, publicado en 2007 por el Fondo Editorial de Baja California, se ofrece como fruto y sublimación de ese traumático aprendizaje. Más allá de la desolación, aunque haga pie en ella, está la constatación de que “no habita la razón el sitio que me dejas” (p. 40), es decir, el registro de que ninguna explicación da verdadera cuenta del suceso inaceptable, el afán del cuerpo y el alma propios por cubrir con sus reservas de vida la aniquilación de una vida venerada y añorada. Estas endechas resultan de ese empeño porque son parte consustancial de él.
A juzgar por lo que traslucen estos poemas de Gutiérrez Vidal, ese duelo sublimador ha tenido lugar en el transcurso de una fuga, en la intersección del tiempo que sigue indolente su necesario curso con el espacio que huellan los pies del deudo-poeta, en busca de los efectos lenitivos del mundo de la vida, descubriéndose y realizándose —es decir, haciéndose real— cada día, a cada paso. El fondo que permite sostener esa experiencia, en este caso, es la memoria. Una vez que se ha vivido la muerte —y esto es algo que, según todos los indicios, sólo hacemos los sobrevivientes— “no queda más luz que la memoria”, como advierte el propio poeta (p. 74).
Pero la memoria tiene, por lo menos, dos filos. Por una parte, conecta el presente con el pasado y, así, sostiene la proyección hacia el futuro. Actúa, por momentos, pues, como cimiento de una esperanza y un sentido. Pero es también fuente de un sórdido y pertinaz tormento. Por eso somos dados, los humanos, a servirnos de ese placebo llamado olvido. Ahora bien, no hay poesía allí donde la desmemoria impere omnímoda. La palabra, en manos del poeta, procura entonces destilar precisamente la faceta insoportable de la memoria por medio de la poesía, dejando de lado las tendencias e incitaciones a olvidar. Hay endechas de Gutiérrez Vidal donde se concreta con eficacia esa destilación, con todo lo que tiene a la vez de terrible y redentor. Por ejemplo, la que se halla en la página 26: “Manuel un cuerpo macilento en un tálamo solo/ una habitación amarilla Manuel/ ahí nuestras fronteras uno/ del otro lado el cuerpo humanidad de lo divino”. Otros poemas de este libro, por caso, los que están marcados por el registro de lugares emblemáticos –como los madrileños Museo del Prado, la Puerta del Sol y algún paraje de Atocha o ciertos puntos de la geografía asiática– confirman esa tensión entre recuerdo gozoso y sensación de pérdida, que se resuelve en poesía.
En la diatriba sobre el origen de la voz “endecha” se ha presentado, además de la dicha, otra opción igualmente fecunda: el Diccionario de la Real Academia Española de 1743 remite la palabra en cuestión al antecedente “in o dicta”, que expresaría el fenómeno bien conocido del doliente que no acierta a pronunciar las palabras con la precisión, el sentido y la corrección debidos, en el momento de proferir sus lamentos.
Traigo a colación esta posibilidad, porque me permite hacer un par de observaciones sobre la manera en que Gutiérrez Vidal afronta su principal responsabilidad como poeta, que es dar forma adecuada a su dolor.
El poeta ha procurado dar cauce apropiado a su voz, forjando un tipo de composición textual que se aviene con los modos aceptados en los dominios de la lírica del presente. Es claro, pues, que estos poemas de Gutiérrez Vidal no son el registro de una dicción defectuosa, que delatara las laceraciones del alma con una expresión tortuosa, entrecortada o tartamuda. Pero si exhumo aquí la etimología dieciochesca que ya he citado es con el fin de reparar en la labor efectuada por Gutiérrez Vidal en el terreno del lenguaje. Sus endechas no se distinguen por una riqueza léxica deslumbrante. Al contrario, ostentan una sobriedad concordante con la gravedad a la que se incardina una operación ad hoc en el plano de la sintaxis. Hay que subrayar, aunque sea de soslayo, que uno de los méritos de este libro de Gutiérrez Vidal radica en que no hace concesión alguna a patetismos ni sentimentalismos, pese a que nunca puede ocultar la autenticidad y profundidad del sufrimiento que lo ha motivado.
En su mayoría, estas composiciones de Gutiérrez Vidal concretan una estructura que integra dos momentos. El primero se esmera en narrar, describir situaciones o censar los objetos y hechos que las constituyen. El segundo ofrece algún enunciado contundente, muchas veces de tono sentencioso, en el que se resume lo esencial de la experiencia, el sentimiento concreto, que suscita el poema. Pero la clave en la articulación de estos dos componentes se halla en la ruptura de la sintaxis convencional: tal vez el recurso a una escritura “paratáctica”, liberada de los compromisos de la enunciación apofántica, por tanto, despojada de muchos verbos, adjetivos y palabras o fórmulas funcionales, así como de la casi totalidad de los signos de puntuación. En respaldo de este procedimiento discursivo, el poeta pone a favor de la intención expresiva el espacio en blanco, en este caso, el principal significador de las pausas y las pautas –o sea, los ritmos– sin los cuales no puede acontecer el sentido poético. El discurso lírico intenta fluir, así, a lomos de la expresión pura, esto es, de aquello que estrictamente se quiere decir pese a la palabra: a despecho del vocabulario y la gramática preexistentes: a pesar del lenguaje. Espero que este botón de muestra sirva para hacerme entender: “la duración del dolor/ el límite/ otra cosa/ palabras que existen desde siempre conciencia de lo disperso/ divina coincidencia alguien ha muerto y ya no importa su sitio razón de la distancia/ una botella rompe el cauce de las aguas” (p. 27). Como puede comprobarse, no hay aquí balbuceos, equívocos en la dicción o gagueras incontroladas, sino afán por hacer coincidir al máximo posible el verbo con el sentimiento.
La poética de Gutiérrez Vidal —fuertemente emparentada con la narrativa de frontera en La Frontera, con las artes plásticas, los medios audiovisuales y el caótico discurso cibernético— no se ha propuesto, al menos hasta ahora, la gran elocuencia —que no es lo mismo que la grandilocuencia. Pero, como se constata en estas Endechas, no por ello es ajena a la trascendencia. Finalmente, la muerte es la gran maestra de su propia y fundamental lección y, pese a que los pobres humanos nos resistimos a aprenderla, siempre aprovechamos algo de ella, aunque sea a trancas y barrancas, y lo guardamos en algún rincón de nuestras lábiles almas. Puede sonar extraño a algunos que el autor de las audacias formales, lindantes con una frivolidad escandalosa y deliberadamente absurda, de Berlín 77 (2003), y el mismo que en Befas (2001) se aplicara a fondo en registrar la insufrible nimiedad del ser, ofrezca ahora intuiciones de una realidad total, como cuando habla del “espíritu/ que hermana nuestro sino a la serpiente” (p. 84) o de que “el mundo/ se concentra en el pelo de una cabra” (p. 81) o cuando concluye que “nada queda/ tu cuerpo/ el roce de la brisa sobre el hombro comprendo/ que la vida es asunto para el resto/ de los días que habrán de trascender este minuto/ este abismo…” y más aún “tus labios son una puerta al mundo/ tus párpados se cierran para que la vida siga/ la cresta de tu aliento oficia el vuelo de la noche” (p. 71).
La muerte, la incansable, la que nunca deja de rondarnos —mal que le pese, tal vez, o a fin de cuentas ésa sea su mayor aporte— también nos da esas luces y estas endechas de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal dan buena fe de ello.
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