Sonetos (2019)

El cuerpo vivo

Francisco Segovia escribió alguna vez sobre el libro Pausas, de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal (Mexicali, 1974), y planteaba una inquietud que me interesa rescatar: lo que faltaba en el libro. Segovia habla de esa materia del poeta: el deseo, la fractura, todo eso que no se dice. Y de que el poeta, al menos ahí, es un ser maduro. No haré hincapié en lo que un poeta dice sobre otro. Quiero, sin embargo, hacer notar que la poesía de Gutiérrez Vidal tiene una dinámica que va de lo erudito a lo coloquial, de lo abstracto y cerrado a lo abierto y simple. Un cruce donde muchos pueden perderse: no es fácil ser sonámbulo en la cocina del lenguaje y de la forma. (La forma: es imposible no nombrarla.) La forma es contenido y corsé, palabra y referencia y un click de imagen y sonido y espuma y día nublado; lluvia, agua, pasaporte, ventana de avión. Lo inconexo nunca lo es del todo. Para eso se habita un lenguaje: aun si nos perdemos, podemos salir a respirar.

Estos diecinueve sonetos son una evidencia de algo. En la cábala, el arcano diecinueve es la referencia a lo sexual y al éxito, la inspiración. “Lo que se ve de pronto es la soledad del barro,/ El acrecentado desamparo de las máscaras/ La muda naranja en el despojo de sus cáscaras,/ El aislamiento sonámbulo de algún cacharro.”

El poeta deja de preguntar. Tampoco busca, como suelen hacer los más jóvenes e ingenuos. En este caso la evidencia es de lo observable. Gutiérrez Vidal ve y hace el catálogo, la lista, la sensación, el instante, el tiempo, el mar, la ventana, el objeto, la taza de café, el cuerpo del amante. En todos ellos permea un tiempo pasado, y el poeta recoge ese tiempo como la costurera el dobladillo: con experiencia y ojo, con dedicación y ojo, con la mano y el ojo. Nada se hace solo. Los sonetos, por ejemplo, son textos que caben en sílabas contadas; su cuarto es diminuto. Cómo se decoran esas habitaciones es otra cuestión. La luz cambia todo. Eso lo sabemos porque el ánimo depende si el cielo está despejado o si el día será gris y oscuro. No hay manera de imaginar el clima londinense en la obra de Vidal. Sus poemas se hacen de dos materias: luz y cuerpo. Ambas son instancias de lucha, muerte y vida al mismo tiempo.

En 1994, Gutiérrez Vidal escribía:

las ramas se suicidan

en la transparencia del patio

se aman arrastran sus manos

hacia el sueño hasta que caen las hojas

Y ahora, en este año de gracia del señor binario y dueño de todos los sexos, cuenta:

Y mientras el tiempo olvida lo que pasa,

Rememoramos la caricia del lirio,

Desnudo y marchito, como un sol que abrasa.

Es la misma voz quien habla. Pero no es el mismo el que la suelta. La voz es una red y cae lento sobre el agua. ¿De qué trata la existencia, el día? Lo cotidiano solo se resiste si podemos hacer de ello una instancia poética: revolver la ropa y, de fondo, el grito del señor del gas:

Y si uno ha de despertar entre pesquisas

Conviene a la voz aclararse temprano,

Antes, quizás, de revolver las camisas

Y un poco después del hombre del butano.

Algo castiga, ahí entre las cornisas,

Lo que aún no es consistencia de lo sano.

Diversos temas atraviesan este libro hecho a medida del juego, del truco, de la técnica, pero me detengo en lo que salta al ojo: la vida cotidiana con su peso exacto; la rutina, el cansancio, la vida que se va, la vida que se extraña; y lo que siempre saltará y es inevitable: lo que se piensa y se siente del cuerpo, lo que no se presume del cuerpo del otro. Es inevitable hablar de erotismo porque hay poetas que cuando dicen “mañana” o “luz” o “teléfono” quieren decir algo sobre el deseo, pero algo les sucede: recuerdan en ese instante que el deseo no puede serlo o hacerlo todo y hacen un rosario de escenas para distraerse. Pero debajo y en el centro de todo, como un sol de Mexicali, seco y duro, sin piedad, está el cuerpo deseante. El cuerpo vivo.

Quien ejerce el deseo conlleva el goce pero también la culpa. Un catolicismo hecho de látigo y miel en la herida. Un catolicismo del sexo. Del instante. Se goza para aprender a dejar ir. “Donde hay seis manos prestas al goce,/ La vida toda queda pospuesta/ Hasta el tiempo justo en que sean doce.”

Este no es un libro, damas y caballeros, seres binarios y plantas carnívoras: este es un ejercicio de dislocamiento del espíritu. El cuerpo se concentra en una sola función: el tacto, el gusto, la vista.

Diríase, pues, que es la piel lo que nubla

Lo mismo la vista que los cielos claros,

Y en la turbiedad de nuestros besos caros

Se va apaciguando aquello que se anubla.

El poeta se desvanece y se reconfigura en diecinueve escenas del día. Estos sonetos no hablan solo de la cocina, la vida diaria y el sexo vano; hablan y gesticulan y danzan, entre la sorpresa de saberse vivo y, por ende, el deseo y el tiempo inevitable que pasa y aplasta y nos obliga a la imperfección.

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